Cuando
busco ahora en mi pensamiento mis impresiones de
Roma y de sus monumentos, hallo dos solamente, que borran o que, por lo menos, dominan a los demás: el
Coliseo, obra
del pueblo romano, y San Pedro, obra maestra del
catolicismo.
El Coliseo es la huella gigantesca de un pueblo
sobrehumano que
elevaba a su orgullo, a sus feroces placeres, monumentos capaces de contener una nación; monumentos que, por su mole
y duración, rivalizan con las obras de la Naturaleza. Aunque se
seque el Tíber en su cauce de cieno, seguirá
dominándolo el Coliseo.
San Pedro es la obra de
un pensamiento, de una religión, de toda la Humanidad en una época del mundo. No es ya un edificio
destinado a contener un pueblo vil; es un templo
consagrado
a encerrar en
su recinto toda la
filosofía, todas las oraciones, toda la
grandeza y todo el pensamiento del hombre. Los muros parecen elevarse y engrandecerse, no ya en la proporción de un pueblo, sino
en la proporción de Dios. Solo Miguel Ángel ha comprendido el catolicismo y le ha dado en
San Pedro su expresión más sublime y completa.
San Pedro es realmente la apoteosis de piedra y la transfiguración monumental de la religión de
Cristo. Los arquitectos de las catedrales góticas eran bárbaros sublimes.
Solo Miguel Ángel fue un
filósofo en su concepción. San Pedro es el cristianismo filosófico de donde el arquitecto divino echa las tinieblas y abre paso
al espacio, a la belleza, a la simetría
y a torrentes inagotables
de luz. La belleza incomparable de San
Pedro de Roma consiste en que es un templo destinado solamente a revestir la idea de Dios en todo su esplendor.

Aunque
pereciera el Cristianismo, seguiría
siendo San Pedro el templo universal, eterno, racional, de
cualquier religión que sucediera
al culto de Cristo, con tal que dicha religión
fuese
digna
de la Humanidad y de Dios. Es
el templo más abstracto que ha construido en el mundo la genialidad
humana inspirada por una idea divina. Cuando
se penetra en él, se ignora si se entra en un templo antiguo o
en un templo moderno, porque ningún detalle
ofusca la vista, ningún símbolo distrae el pensamiento; los hombres de todos los cultos entran en él y con igual respeto. Se percibe,
se conoce y se siente que es
un lugar que solo puede ser habitado por la idea de
Dios y que ninguna otra idea podría
llenar.
Cambiad al sacerdote, quitad el altar, descolgad los cuadros, llevaos las estatuas; nada habrá cambiado, será
siempre la casa de Dios; o más bien, San Pedro es por sí solo un gran símbolo de ese cristianismo eterno que, poseyendo en
germen su moral y en su santidad el desarrollo de los progresos sucesivos del pensamiento religioso de todos los siglos
y de todos los hombres, se abre a la razón a medida que Dios
la hace huir y comunicarse con Dios en la luz, ensancharse y
elevarse a las proporciones del espíritu humano, que
crece sin cesar y acumula todos los pueblos en
la unidad de la oración y hace
de todas las formas divinas un solo Dios, de todas las creencias un
solo culto y de todos los pueblos una sola
Humanidad. Miguel Ángel es el Moisés del catolicismo monumental, tal y como ha de
ser comprendido un día. Él ha hecho el arco imperecedero de los tiempos
futuros, el Panteón de la razón divinizada.
La "idea de Dios" no es Dios, por eso la razón solo llega a "simbolizar" su ansia de eternidad, con una energía que alcanza la plenitud cuando encuentra el "símbolo esencial", la Cruz de Cristo, que se alberga en el templo de San Pedro de Roma visto "desde abajo".
Alphonse de Lamartine
Fragmentos de Graziella
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