domingo, 4 de septiembre de 2016
¡SAQUENME DE AQUÍ!
Busco esa voz en mi interior, que bien sé que cuando la he escuchado, me llama por mi nombre para impregnar de paz mi ser, lentamente, dilatándolo, extendiéndolo. Una voz que me habla de infinito, de anhelos de pureza, de sentimientos de generosidad y entrega; que me colma de nostalgia por tocar algo total, pleno, absoluto, perfecto e inefablemente bello. Una voz que me habla de todo aquello por lo que verdaderamente vale la pena vivir y por lo que se justifica el esfuerzo de reordenar las ideas, las acciones y las emociones para recuperar la paz en medio del trajín del mundo.
martes, 9 de agosto de 2016
CONSULTA CON EL PSIQUIATRA
Buenos días,
Vengo
a contarle una cuestión muy imprecisa que me ha venido ocurriendo últimamente. La
traigo redactada en un papel, para leérsela, porque el esfuerzo de ponerla por
escrito creo que me ayudará a explicarla con más rigor que charlando.
Se trata de
discernir el sentido de una experiencia
interna, que se inició hace unos años, y que no solo perdura, sino que se
va consolidando con cierta independencia de mis intenciones, manifestándose
inesperadamente con más o menos intensidad, como si tuviera vida propia. Digo
con “cierta” independencia porque yo hago todo lo posible para secundarla y no
perderla, ya que, igual que la recibí con sorpresa, como algo que me llega de
fuera, temo que pueda desaparecer, en cuanto que no puedo decir que sea
estrictamente “mía”.
No quiero perderla
porque es como una “presencia” interna muy benéfica en mi vida. Cuando la
pierdo (generalmente si ando azacanado en la actividad diaria, o intranquilo
solucionando asuntos) reacciono o actúo como suele ser habitual: cabreándome
cuando las cosas no salen según lo previsto; protestando frente a injusticias o
agresiones de otros; dejándome dominar por la tendencia a la comodidad;
escapando a todo trapo del dolor físico o moral, o buscando consuelos
marginales. En fin, cuando la pierdo me encuentro de lleno en el ámbito del
esfuerzo ascético, se podría decir, en el que he sido adiestrado desde mi más
tierna infancia. Por lo que le cuento a continuación, esta vida esforzada por conseguir
los objetivos que me voy proponiendo la veo ahora como una lucha estéril -para
salir del empantanamiento en el que parece que a veces está sumida mi existencia-,
con la ilusoria pretensión de llegar a la “perfección” o alcanzar la felicidad.
Al contrario, cuando
vuelvo la mirada a esa “presencia” interna de la que le hablo, me convierto en
un hombre paciente, fuerte, pacífico, templado, alegre, y, sobre todo,
valiente: ¡muy valiente!, porque dejo de temer incluso a la misma muerte. La
llego a ver como si fuera la última aventura -y la más apasionante- de mi vida,
llegando a desearla para alcanzar, con ella, la “presencia” genuina, plena y
sin mengua alguna, de la cual ésta que tengo ahora, tenue e intermitente, creo
que trae su origen.
No puedo darle otra
explicación, que, como ve, no identifica ni define nada. Solo puedo hablarle de
una especie de “fuerza interna” que no sé de dónde proviene, que, de hecho,
está cambiando mi vida y mis relaciones con los demás a mucho mejor que antes.
Es una experiencia
tan radical que me mueve a concentrar toda mi energía intelectual y vital en
investigarla y cultivarla. Todo lo que constituye mi vida y mi identidad, a lo
que he dedicado mi esfuerzo (profesión, familia, amistades, bienestar físico y
moral, etc.), tiene ahora un valor muy relativo, ligado a su caducidad, debido
a la conciencia de esta “presencia” primordial en mi interior. Parece ser la única
consistencia de una vida que promete ser inmortal. El mayor bien para mí ahora
sería prescindir de todo para ganar esta “presencia” sin residuo y para siempre.
Me parece que ésta es la única verdad: mi verdad, que, además, se me manifiesta
como unida a la exigencia de vivir para los demás.
No piense que esta
experiencia está asociada a un consuelo sensible o moral, porque, con
independencia de que éste pueda existir a ratos, lo que me mueve a ganar y
crecer en ella es exclusivamente la inteligencia y la voluntad, aunque tenga
que actuar a desgana o con repugnancia de mi sensibilidad o de mis apetencias
orgánicas.
Estoy acudiendo a
todo tipo de fuentes de conocimiento que me ayuden a desvelar esta nueva vida
interna que me invade, y me parece claro que es una manifestación del Absoluto en el alma. Estoy admirado por el sentido de dependencia filial de un misterio sagrado que estoy ganando. Nunca sospeché de la profundidad que puede
alcanzar. El Cosmos me parece un templo y la vida un culto. Incluso si
veo una foto mía –esto ya es casi delirante- me complazco en mi imagen, pues
veo en ella la presencia fulminante de Dios en mi persona, cuando siempre me ha
fastidiado la “cara de pan” que tengo.
Los discursos o
imágenes del Evangelio que pueda traer a mi consideración cuando medito son
una distracción, en relación con el “silencio” con el que puedo “sentir” a
Dios. Esto, a lo mejor, es contemplar, lo cual me exige no hacer, pensar o
imaginar nada. Pero tampoco sé lo que contemplo, porque no hay objeto, solo una
presencia indefinible e inefable. Lo que sí me permite en ciertos momentos tener
una relación “activa” por mi parte es la música, como el Christus de Liszt, o
también los salmos o himnos que se rezan en la liturgia de las horas. Por otra
parte tampoco puedo distinguir la oración de la vida normal, pues cuando estoy
activo y mantengo esta peculiar “conciencia” que me trasciende, tengo la
certeza de que estoy en comunicación con Dios, mucho más que si estuviera
clavado de rodillas como un adorador nocturno.
Otra manifestación
es que, si esta fuerza interna me permite desarraigarme de las dependencias sensibles,
al mismo tiempo potencia mi capacidad de disfrutar de ellas, al ver en el
placer la misma presencia de la bondad de Dios, si Él los aprueba y mantengo el
señorío sobre ellos. El simple placer se transforma en un horizonte de gozo. También
noto que conformo mi tiempo con el tiempo “real”, que no es otro que el de Dios,
pues no me importa nada, por ejemplo, encontrarme en un atasco de tráfico
imprevisto que me retrasa una hora o el tiempo que sea. Parece que mi tiempo se
ha convertido en relativo a un “tiempo eterno”.
Con esta nueva Luz
me he convencido de que es imposible que el espíritu sobresalga de su dimensión
de “carne y hueso”, como decía Unamuno, por mucho esfuerzo ascético que se ponga,
si Dios no interviene, como parece que está haciendo conmigo.
En fin, de esto es
de lo que quería hablarle, porque a veces pienso que me estoy convirtiendo en
un “chalado”, y que esto es una demencia como la de si me creyera ser Napoleón.
Si Vd. puede decirme algo que me sirva para descifrar esta nueva y alucinante
dinámica interna que tengo desde hace algún tiempo, o si, por el contrario,
piensa que soy un psicópata, en cualquier caso le estaré muy agradecido.
domingo, 13 de marzo de 2016
HOY HE HABLADO CON LOS ÁRBOLES
Esta tarde estaba en la piscina recostado en la
hierba, y miraba el movimiento de las hojas en la copa de un árbol muy alto,
que se agitaban al ritmo de un viento suave. Lo miraba lleno de paz, escuchando
el sonido que producían, como si oyera las olas del mar cuando llegan a
descansar en la playa. Al cabo de un rato, mientras lo miraba, me pareció que al
son de su movimiento el árbol se dirigía a mí, llamándome por mi nombre:
¡Guille! Dejé entonces de ver un fenómeno anónimo, natural y bonito, para
encontrarme con un ser que era “alguien”, y que me llamaba agradecido por
mirarlo, admirándome de que él se mostrara ante mí. Me pareció que en vez de
hojas movidas por el viento estaba escuchando: Guille, Guille, Guille…
Entonces yo le contesté sin palabras, desde mi
interior, con el sentir de mi corazón: ¡Gracias! Gracias por ser tan bello y
por hablarme con el suave movimiento de tus ramas cargadas de hojas, que
cambian sus tonos verdes con el frescor del viento que las acaricia. Él me
contestó: “No me des las gracias Guille, te hablo porque tú me conoces y me
llamas por mi nombre: Árbol, el que me puso Adán al darme forma. Por eso las
gracias te las doy yo a ti”. No le contesté, porque sentí que entre los dos
había nacido una relación de amor. Me bastaba con seguir mirándolo, mientras él
dejaba de moverse, como si estuviera concentrado gozando de mi mirada.
Al cabo de un rato vi a mi derecha otro árbol de una
especie distinta, con un verde más intenso y las hojas más grandes, que seguía
agitándose con el viento, como hacía antes mi nuevo amigo. Entonces me pareció
que me reprochaba: ¿Y a mí no me dices nada? No pude más que contestarle, sin
palabras, que le quería también a él. En ese momento me di cuenta de que era
Dios quien me hablaba a través de sus criaturas, y que al conocerlas
“personalmente” reconocía su Don infinito, cargado de verdad de belleza y de
amor.
Porque, efectivamente, mi Árbol existe por Él, como
también mi inteligencia para conocerlo, mi voluntad para amarlo y mi sensibilidad
para admirarlo. Entonces entendí que las gracias que le di al árbol eran
gracias que le estaba dando a Dios, en quien no habría pensado si no hubiera
sido por la intercesión de su hermosa criatura. Y también entendí los
versículos de la carta de San Pablo a los romanos, en donde dice: “Pues
sabemos que la creación entera a una gime y sufre dolores de parto hasta ahora. Y no sólo ella, sino que también nosotros mismos, que
tenemos las primicias del Espíritu, aun nosotros mismos gemimos en nuestro
interior, aguardando ansiosamente la adopción como hijos, la redención de
nuestro cuerpo” (Rm. 8, 22-23). Estoy convencido de que hoy he vivido una hierofanía, y que después de esta espera ansiosa podré tomar una buena caña con mis dos nuevos amigos.
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