jueves, 9 de junio de 2011

EL REINO DEL PP O LA MEDUSA


 La venida del Reino del PP con las elecciones que se acaban de celebrar ha estallado en una explosión de alegría entre sus votantes y entre quienes les van a representar en los nuevos gobiernos locales y autonómicos que se formen.  Supongo que este regocijo se debe a que “han llegado al poder”. Esto me hace considerar lo que es propio de todo hombre o mujer de acción: su vida discurre como un proceso, más o menos frenético, que pivota en torno a uno o varios ejes que se podrían denominar “puntos de estabilidad”, en los que su corazón descansa, o, utilizando una expresión evangélica, en los que puede “reclinar la cabeza”. Esto es evidente en el enamorado cuando llega el encuentro con la persona amada; en el empresario cuando contabiliza sus ganancias; en quien se sienta a ver una final de fútbol después de haber sudado la camiseta durante la semana, o en el intelectual, que, apartado de toda actividad, se entretiene pensando. La alegría que muestra el PP parece que sigue este mismo patrón: ha alcanzado su “punto de estabilidad” por haber llegado al poder, y, consecuentemente, el partido está satisfecho.

Este triunfalismo es alarmante, a mi modo de ver, porque refleja una fascinación por el poder que puede cegar para ejercerlo de otra forma que no sea la de hacerlo crecer. El poder, en cuanto tal, no puede ser sensatamente el fin de la voluntad, pues carece de contenido, aunque la presentación de un programa haya sido una condición para haberlo conseguido. El triunfalismo electoral sólo puede manifestar la autosatisfacción de una voluntad sin contenido que no quiere nada más que a sí misma, comparable a la que experimentaron nuestros primeros padres ante la tentación primigenia: eritis sicut Deus. Es el “ejercicio” del poder, en vista de un fin juzgado y perseguido como bueno, lo que le da sentido a la aspiración a “llegar” a él, y esto es una llamada a la contención y la responsabilidad. La alegría profunda por haber recibido la confianza de los ciudadanos para custodiar su libertad durante cuatro años no se aviene bien con el jolgorio o la fiesta por la mera constatación de que ahora “mandamos nosotros”. Habría sido más ajustada una celebración inspirada en un principio que cabría formular como “hemos ganado, la hemos cagado”, debido a la dificultad que entraña el ejercicio cabal del poder.

Aparte de las reflexiones de los teóricos de las ciencias políticas sobre la noción clave de “representación” y el ejercicio de la prudencia política, la dificultad para ejercer el poder se encuentra, ante todo, en una dimensión interior que San Agustín denomina parturitio desiderii -el parto del deseo-, y que nos afecta a todos en la medida en que participamos en el vínculo social. En el caso de los representantes en la arena política, este parto les afecta de modo eminente, ya que consiste en hacer hueco o dejar en suspenso sus propios deseos para poder hacerse cargo y secundar los deseos de su principal -los representados-. Es evidente el íntimo desgarro que supone esta dinámica de “excavación” del alma para el sujeto que se aventura en ella, es decir, para el prudente estadista, como contrapuesto al tipo adulador, especializado en agarrar la oportunidad por los pelos para enriquecerse, o al ambicioso, que llega al poder embrujado por el deseo de su propio encumbramiento.

El desgarramiento interno que produce el parto del deseo se percibe fácilmente al volante, si coincidimos con otro conductor que pretende ganarnos la posición al entrar en la rotonda, cuando ¡soy yo! quien tiene la preferencia, ¿Quién puede contenerse en esta situación, y ceder el paso con amabilidad?, o en el terreno de la venganza por un agravio, ¿Quién desea el castigo sólo con la intención de que el agresor se corrija?, y, si uno es la víctima, ¿Quién tiene arrojo para otorgar el perdón? O, ¿Quién es capaz de cancelar la prisa, para medir su tiempo al ritmo del otro, sea un enfermo, un anciano o un charlatán?

La parturitio desiderii de San Agustín es la “ascética” que se requiere para llegar a lo que Stuart Mill llamó el “estado de sociedad”, el cual se alcanza a medida que la humanidad se va apartando del estado de independencia salvaje. En su ensayo sobre la libertad, este reconocido autor dice que los salvajes viven sometidos a sus impulsos, son incapaces de fijarse propósitos estables o de vivir conforme a una norma. Sus capacidades no están suficientemente desarrolladas para mejorar a través de la discusión libre e igual, y, debido a su condición, requieren incluso del despotismo para superar las dificultades en el camino del progreso. Del progreso hacia la democracia es a lo que se refiere Mill, que es el único modelo de relación política que puede hacer posible llegada del Reino del PP, mediante el ejercicio refinado de la representación política, a la que es refractario el salvaje.

Es evidente que la tarea de representar no exige que quienes gobiernan tengan que ejecutar exactamente los deseos de quienes les han dado su confianza, anulando de esta forma el control sobre la acción de gobierno de quienes fueron elegidos para ello. Utilizando una analogía, esto sería como decir, en relación con los representantes, que mi mano actúa por mí cuando la muevo. Ni tampoco la confianza ganada con las elecciones puede considerarse una autorización o un permiso para que el representante campe a sus anchas en su nueva posición de privilegio. Ambas formulaciones del ejercicio de la representación política distorsionan la obligación de los elegidos. El mandato “representativo” se legitima por la protección efectiva del interés del elector en el proceso político, siendo sensible a sus deseos. Como dice Pitkin en su elaborado trabajo sobre esta cuestión, no tiene por qué obedecerlos siempre, pero debe de tenerlos en consideración, especialmente cuando entran en conflicto con lo que él entiende que es el interés del elector. En este caso, lo que debe de proporcionar son las “razones” de la discrepancia, en lugar de un contundente “ahora mando yo” o de la mentira.

Sin la “ascética” democrática, consistente en la parturitio desiderii de los vencedores, la celebrada venida del Reino del PP no reflejará otra imagen que la de Medusa, el monstruo telúrico decapitado por Perseo, que, con sus hermanas Esteno y Euríale, simbolizan las fuerzas pervertidas del espíritu. Entre ellas, Medusa representa la imagen deformada de sí, que petrifica de horror en lugar de iluminar justamente, como con frecuencia viene ocurriendo con los partidos políticos, fascinados por llegar al poder dentro de un orden de autoridad que, supuestamente, fue diseñado según un ideal democrático.


Medusa de Caravaggio (Florencia, Uffizi)

1 comentario:

  1. Conicido plenamente con tu apreciación de que la victoria para todo político honrado debe ser más motivo de preocupación de que júbilo. Y si se podía decir esto de las elecciones municipales, qué decir de las próximas nacionales: el seguro triunfo del PP el próximo 20-N será simultáneamente el principio de su tumba, en especial de su dirigente Rajoy. Pero que no se preocupe nadie, para eso está allí Gallardón, que acabará salvando España y convirtiéndose en el caudillo que siempre ha querido ser.

    ResponderEliminar