martes, 28 de febrero de 2012

LA RESPONSABILIDAD SOCIAL EMPRESARIAL


   Acabo de ver la película sobre Margaret Thatcher, más por mi afición a Meryl Streep que por su valor documental. En una de las rebobinaciones de la memoria de la ya anciana Margaret, se la ve, toda vestida en su traje azul, hablando a los ingleses del orgullo de ser “británicos”. Al oírla me asaltó un pensamiento sobre la retórica que estaba usando para justificar ante su pueblo la reconquista de las Malvinas. Si yo fuera inglés, me preguntaría: ¿Y qué me añade a mí ser “británico”, si ser “británico” depende de lo que “yo” hago con los demás habitantes de la Isla? Me pareció que la Iron Lady se estaba inventando un ente ficticio, dentro del cual, quien apoyara su declaración de guerra, tendría un plus de orgullo al que ya tiene por el mero hecho de ser él mismo. Era claro que estaba, una vez más, ante un caso de retórica falaz.
Sin embargo, la cosa resulta curiosa, porque, de vuelta a casa, abstraído del espanto nocturno consideraba cómo uno nace ya con una identidad en origen. De entrada uno es “británico”, “castellano-manchego”, o “gallego”, antes de cualquier cosa que haga y de que tenga conciencia de su “yo” independiente y autónomo. Al llegar, nos encontramos un mundo que está ya “humanizado”, según un lenguaje, unas costumbres, unas creencias y unos valores o, en el caso de los ingleses, por el famoso common sense, que casi adquiere el estatuto de una categoría moral y por el que consideran foreigners a quienes no lo comparten. Consiguientemente, parece que el mundo en el que uno cae, según cómo esté “humanizado” determina su identidad. Es como si ser “británico” fuera una meta-especificación, no menos real que la identidad biológica que le corresponde al individuo como integrante de la especie humana. Llegué a mi casa convencido de que si es cierto que yo soy Walter, igualmente lo es que soy quien soy no-sin-los-demás, lo cual me puede enorgullecer o, por el  contrario, hacerme sentir desgraciado.
Es evidente que la conciencia de uno mismo conlleva la mediación social, y que nuestro destino depende en gran medida del sistema de ideas y creencias que forman lo que se ha denominado el “imaginario social”. Como vuelve a decir la Thatcher en otra escena de la película: “si siembras un pensamiento cosecharás una acción, si siembras una acción cosecharás un hábito, si siembras un hábito cosecharás un carácter, si siembras un carácter cosecharás un destino”. Y es aquí donde creo que está el intríngulis de la RSE, porque la construcción del imaginario social es asunto de todos, si es que, como dijo Don Quijote al salir de Barcelona: “cada uno es artífice de su ventura” (II, 66).
La RSE suele concebirse como un “sistema de gestión” de la empresa que compagina el objetivo de maximizar el beneficio con preocupaciones sociales y la preservación del medio ambiente. De esta forma se silencia el meollo de la cuestión, que, a mi juicio, consiste en dar por supuesta la distinción entre trabajo y gestión. En general, en la empresa la iniciativa en la toma de decisiones está en manos de unos expertos en sistemas y desarrollo, mientras que el trabajador se incorpora a un carro que ya está en marcha a cambio de un sueldo y de la limosna de ropa vieja que puede darle un gerente experto en alcanzar “equilibrios” económicos, sociales y medioambientales, según la política de moda o la imagen que más le convenga para tener éxito en el mercado. Este modelo de funcionamiento impide que el trabajador se identifique con un proyecto que es común sólo para unos pocos que participan en la dirección, del cual se siente fuera. Se encuentra con un ámbito de actividad que es “humanizado” por otros, al que se subordina ocupando la posición que se le asigna para poder cobrar. No es habitual encontrar empleados que sientan un orgullo profundo por consumir una buena parte de su tiempo etiquetando alimentos en una gran superficie, contestando llamadas en una línea de atención al cliente, o despachando en un banco o en una aseguradora.
La RSE genuina exige soldar la brecha generalizada que existe entre los dirigentes (homo sapiens) y los trabajadores (homo faber), extendiendo la acción de gobierno de la empresa a todos los que colaboran en ella, porque sapiens somos todos. En esto consiste el “liderazgo” como principio que debe inspirar la organización. El liderazgo es consciente de la necesidad del mando y la obediencia para el orden de la actividad y la consecución de objetivos, pero es refractario al acopio de “seguidores”. El líder realiza su tarea como un encargo, como un deber que le compromete íntimamente, según una iniciativa que no se interesa por la eficiencia en función de la celebridad o del seguimiento, sino integrando la iniciativa de todos según el ámbito de competencia que a cada uno le corresponde. Ello exige potenciar la comunicación. Si la acción del líder se determina según un caudal de supuestos seguidores, los trabajadores quedan escindidos entre “autómatas” aduladores y los que trabajan en una tarea que les resulta ajena, sin identificarse con un proyecto que ha de ser “humanizado” entre todos. De otra forma, el liderazgo se transmuta en una gestión que ignora el alcance de su responsabilidad social, y la cooperación en un juego de suma cero en el que para que unos ganen otros tienen que perder.
Es inevitable la instrumentalización del trabajo a los fines de la organización, porque un individuo aislado no puede realizar prácticamente nada, pero el liderazgo, a cualquier nivel, se manifiesta por la actitud ética de hacer compatible dicha instrumentalización con la condición de fin de quienes lo realizan, porque todos en la empresa, desde el embrión hasta el enfermo terminal, son “personas”. De esta forma el trabajador puede identificarse con su trabajo, con la consiguiente realización personal. En esto reside el sentido de una auténtica RSE, en impulsar las energías humanas en un proyecto que sea auténticamente común. De otra forma, el seguimiento que da sentido al liderazgo revierte en pequeños o grandes actos de venganza con los que el débil subordinado suele pagar a su opresor, como es el caso de Brother Rabbit en las Uncle Remus Stories, bondadosa e inocua simbolización de la indigencia del pobre negro en los Estados americanos del sur, que, sin embargo, a la postre, acaba riéndose de todos por muy refinados y costosos que sean los mecanismos de control.

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