lunes, 7 de mayo de 2012

Correo a un estudiante sobre la justificación del castigo

Estimado X:
   Son muy interesantes todas las cuestiones que planteas en tu correo en relación con la última clase sobre la justificación del castigo. Espero que no pretendas encontrar una solución completamente satisfactoria a todas ellas, ya que debido a su hondura y complejidad son cuestiones que siempre están abiertas, y admiten diversidad de pareceres en función de la concepción que se tenga del ser humano y de su posición en el Universo.
En tu escrito reconoces la existencia de una tensión, que parece irreductible, entre el deseo de felicidad, que está en el origen de nuestras acciones, y la posibilidad de alcanzarla. Llegas a decir que “la felicidad, personalmente, creo que no existe, ya que no existe la plenitud total, no puede ser alcanzada por nadie, siempre existirán condiciones, circunstancias de las cuales no dependemos, y nos afectan directamente (…) El sufrimiento forma parte de nuestra existencia completamente (…) El concepto de que somos un error muchas veces lo he compartido, ya que creo que en parte sí somos un error de la naturaleza”. Y esta consideración la asocias con la existencia del mal -el delito o el injusto, según se dijo en clase-, en cuanto que el castigo, como sufrimiento institucionalizado, ha estado presente, a veces con una crueldad inaudita, en todas las formas de asociación humana como instrumento eminente para erradicarlo.
Son muy acertados tus comentarios cuando te refieres al castigo vicario en el caso del “chivo expiatorio”, como forma de expurgar la conciencia general de culpa o de encauzar el deseo de venganza, y al castigo en función del merecimiento, como la forma propia de la justicia en el ámbito del derecho penal. En relación con la cuestión del conocimiento de la verdad, cuando se trata de juzgar la intención del imputado por un delito, puedes ver la película Rojo, dentro de la trilogía que dirigió Krzysztof Kieslowski, que refleja la incertidumbre sobre este espinoso asunto que tú mismo manifiestas. También te refieres a la problemática de la proporcionalidad de las penas en relación con la gravedad del delito. En fin, parece que el tema de la justificación del castigo es un túnel sin salida, en el que para ver la luz hay que “madurar muchos conceptos y pensar en ellos”, como tú mismo dices.
La clave de la cuestión creo que la insinúas diciendo que “nosotros debemos de ser conscientes de que vivimos a costa de muchísimas vidas (…) ¿deberíamos ser castigados por mirar hacia otro lado, o simplemente debemos de llevar nuestra vida lo mejor posible, por la suerte que nos ha tocado de nacer en un sitio u otro?”.
Si enlazamos con la primera cita de tu correo, es evidente que nuestro deseo de felicidad tiene que ver con nuestra tendencia a asociarnos y a colaborar para alcanzar bienes superiores a los que podemos conseguir por separado. Nadie colabora para que le den de bofetadas, y la amistad, la gratitud o el amor están en la base de una convivencia fundada en la libertad para asociarse que aspira de este modo a ser dichosa. Ésta solo se logra en función de una dinámica de donación recíproca. El segundo término del do ut des no es exigible, si se aspira a la felicidad en común, ya que ésta sólo puede surgir de la libre aportación y el respeto mutuo. Y aquí es donde la cosa falla, pues, por una alquimia inmemorial, la regla de oro “dad y se os dará” se transforma en una que se formula como “tomad y recibiréis”, sobre la que cabalga el free rider, el delincuente y el gorrón.  Estos sujetos viven según un régimen que busca la ganancia “no con el sudor de su frente sino con el del de enfrente”, como se suele decir. Tú mismo cuentas que “muchas veces en mi existencia me han dado ganas de ir ‘a mi bola’ egoístamente y olvidarme de todo tipo de moral, pero sé que en el fondo eso no lleva a ninguna parte”.
¿Qué hacemos con el gorrón que atenta contra nuestra felicidad en común? ¿Le castigamos, a pesar de los problemas que conlleva la justificación del castigo? ¿Pasamos por alto la ofensa, como si nada hubiera ocurrido? ¿Está corrompida nuestra naturaleza por el deseo de venganza? ¿Quién está legitimado para tirar la primera piedra?, o ¿Quién conoce sin residuo el merecimiento del culpable?
Creo que nuestra ansia de plenitud no se puede colmar sin la referencia al Absoluto. Solo si se trascienden las condiciones trágicas de la vida humana, que busca la felicidad, a la vez que anda azacanada con el sufrimiento y la muerte como la forma máxima de violencia, se puede, cabalmente, pensar en la posibilidad de alcanzar dicho objetivo maximalista. Por otro lado, el castigo de quien atenta contra el bien común, tanto en las personas como en los bienes de quienes viven asociados, tiene sentido si se aplica con intención correctiva. Al recluir al culpable y declarar su “muerte civil” se busca el arrepentimiento y su reinserción en la dinámica de la aportación recíproca, que, como dije, es el constitutivo esencial del vínculo social (aunque ahora esté de moda atribuirlo solo al intercambio de bienes en el mercado). Pero el castigo falla porque “no todos tienen oídos para oír” la llamada a una conversión que involucra la libertad, aunque sea a través de la pena. Por un lado, la felicidad no está al alcance, y por otro, la convivencia en paz no está garantizada en modo alguno. Por eso digo que la única forma de vislumbrar la plenitud es midiéndose con el Absoluto. De aquí proviene la institucionalización de la Religión en el curso de la historia mediante el culto sacrificial.
Otra vez el sacrificio, pero ahora radicado en la conciencia de la condición, trágica en sí misma, de la existencia humana. En último término parece que todos somos culpables, y que tanto el castigo como el perdón se nos escapan, porque, o su explicación y sentido vienen de fuera, o, como tú dices “somos un error de la naturaleza”. El problema que se presenta entonces es el de la fe en el profeta, que se erige en portavoz del Absoluto declarando el camino de la felicidad. Entonces el conflicto y la violencia toman la coloración específica del fanatismo, refractario al diálogo y a la búsqueda en común de los principios que han de inspirar una convivencia sin roces, azuzando con ello la espiral del sufrimiento.
En el caso de Jesucristo, al que también te refieres en tu escrito diciendo que “es un ejemplo muy claro de chivo expiatorio”, creo que la diferencia con los antiguos oráculos o con el profetismo es que no se erigió en profeta sino que Él mismo se declaró Dios, y, consecuentemente, la revelación sin mediación por iniciativa propia del Absoluto. Su muerte en la Cruz no me parece un caso de “chivo expiatorio” en el contexto de las relaciones humanas de su tiempo, porque murió porque quiso. Su sacrificio, para quien tiene fe en el Evangelio, es el castigo vicario (sustitutivo del nuestro) capaz de liberarnos de la miserable condición en la que vivimos desde que, por desobediencia, el Ángel de la espada de fuego nos expulsó del Paraíso. La fe en Jesucristo y en su palabra es, desde entonces, la vía para poder alcanzar lo que en el título del clásico libro de Rodolfo Otto se denomina “Lo Santo”, la fuente en la que se sacia nuestra aspiración radical a la felicidad.

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