miércoles, 26 de diciembre de 2012

SAN PEDRO DE ROMA “DESDE ABAJO”

     ¡Cuántas veces fui a sentarme en la colina de la villa Panfili, desde  donde  se  contempla a Roma, sus cúpulas, sus ruinas, su ber, que se arrastra silencioso y avergonzado bajo los arcos de Ponte Rotto, desde donde se oye el rumor quejumbroso de sus fuentes y los pasos casi mudos de su  pueblo, que  marcha silencioso por sus calles desiertas!

Cuando busco ahora en mi pensamiento mis impresiones de Roma y de sus monumentos, hallo dos solamente, que borran o que, por lo menos, dominan a los demás: el Coliseo, obra del pueblo romano, y San Pedro, obra maestra del catolicismo.

El Coliseo es la huella gigantesca de un pueblo sobrehumano que elevaba a su orgullo, a sus feroces placeres, monumentos capaces de contener una nación; monumentos que, por su mole y duración, rivalizan con las obras de la Naturaleza. Aunque se seque el Tíber en su cauce de cieno, seguirá dominándolo el Coliseo.

San Pedro es la obra de un pensamiento, de una religión, de toda la Humanidad en una época del mundo. No es ya un edificio destinado a contener un pueblo vil; es un templo consagrado a encerrar en su recinto toda la filosofía, todas las oraciones, toda la grandeza y todo el pensamiento del hombre. Los muros parecen elevarse y engran­decerse, no ya en la proporción de un pueblo, sino en la proporción de Dios. Solo Miguel Ángel ha comprendido el catolicismo y le ha dado en San Pedro su expresión más sublime y completa. San Pedro es realmen­te la apoteosis de piedra y la transfiguración monumental de la religión de Cristo. Los arquitectos de las catedrales góticas eran bárbaros sublimes. Solo Miguel Ángel fue un filósofo en su concepción. San Pedro es el cristianismo filosófico de donde el arquitecto divino echa las tinieblas y abre paso al espacio, a la belleza, a la simetría y a torrentes inagotables de luz. La belleza incomparable de San Pedro de Roma  consiste en que es un templo destinado solamente a revestir la idea de Dios en todo su esplendor.
Aunque pereciera el Cristianismo, seguiría siendo San Pedro el templo universal, eterno, racional, de cualquier religión que sucediera al culto de Cristo, con tal que dicha religión fuese  digna de la Humanidad y de Dios. Es el templo más abstracto que ha construido en el mundo la genialidad humana inspirada por una idea divina. Cuando se penetra en él, se ignora si se entra en un templo antiguo o en un templo moderno, porque ningún detalle ofusca la vista, ningún símbolo distrae el pensamiento; los hombres de todos los cultos entran en él y con igual respeto. Se percibe, se conoce y se siente que es un lugar que solo puede ser habitado por la idea de Dios y que ninguna otra idea podría llenar.

Cambiad al sacerdote, quitad el altar, des­colgad los cuadros, llevaos las estatuas; nada habrá cambiado, será siempre la casa de Dios; o más bien, San Pedro es por sí solo un gran símbolo de ese cristianismo eterno que, poseyendo en germen su moral y en su santidad el desarrollo de los progresos sucesivos del pensamiento religioso de todos los siglos y de todos los hombres, se abre a la razón a medida que Dios la hace huir y comunicarse con Dios en la luz, ensancharse y elevarse a las proporciones del espíritu humano, que crece sin cesar y acumula todos los pueblos en la unidad de la oración y  hace de todas las formas divinas un solo Dios, de todas las creencias un solo culto y de todos los pueblos una sola Humanidad. Miguel Ángel es el Moisés del catolicismo monumental, tal y como ha de ser comprendido un a. Él ha hecho el arco imperecedero de los tiempos futuros, el Panteón de la razón divinizada.

La "idea de Dios" no es Dios, por eso la razón solo llega a "simbolizar" su ansia de eternidad, con una energía que alcanza la plenitud cuando encuentra el "símbolo esencial", la Cruz de Cristo, que se alberga en el templo de San Pedro de Roma visto "desde abajo".

Alphonse de Lamartine
Fragmentos de Graziella

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