Esto es lo que le dijo Hans Castorp a Joachim mientras daban un paseo, según cuenta Thomas Mann en La montaña mágica:
-No fumo nunca -respondió Joachim-. ¿Para qué he de fumar?
-No
comprendo eso -dijo Hans Castorp-. No comprendo que se pueda vivir sin fumar.
Es privarse, sin duda
alguna,
de
una
buena
parte de la existencia
y, en todo caso,
de un placer muy considerable. Cuando me despierto ya me alegra el pensar
que
podré
fumar
durante
el
día,
y cuando como tengo el mismo pensamiento. Sí, puedo decir, en cierto modo, que como para
poder
luego
fumar y creo que no exagero mucho. Un día sin tabaco
sería para mí el colmo del aburrimiento,
sería un día absolutamente vacío e insípido, y si, por la mañana, tuviese que decirme:
«hoy
no
podré
fumar», creo que no tendría valor para levantarme. Te juro que me quedaría en la cama.
Mira,
cuando
se
tiene
un
cigarro
que
arde
bien
(naturalmente, no
ha
de haber ningún agujero, ni debe arder mal, esto es una cosa completamente
desagradable), cuando
se
tiene un buen cigarro, uno se halla al abrigo de todo. No puede
ocurrirle nada desagradable, así: nada
desagradable.
Es exactamente lo mismo
que
cuando uno se halla tumbado a la orilla del mar: se
está
tendido, ¿no es verdad?, no tiene necesidad de nada,
ni
de
trabajo, ni de distracciones... ¡Gracias a Dios, se fuma en todo el mundo! Este placer, a lo que me parece,
no
es
desconocido
en
ninguna parte, en ningún sitio a los que uno puede
ser
lanzado
por
los
azares
de
la
vida.
Incluso
los
exploradores que parten
para
el
Polo
Norte
se
aprovisionan copiosamente de tabaco
para
toda
la
duración
de
sus
penosas
etapas,
y
siempre que he leído
eso me ha parecido muy simpático. Puede ocurrir que las cosas vayan mal (supongamos, por ejemplo, que me hallo en un
estado
lamentable); mientras tenga mi cigarro sé que podré soportarlo todo, y que me ayudará a vencerlo todo.
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