domingo, 18 de agosto de 2013

¿Qué es la metanoia?

Así describe la metanioa Olivier Clément en una conferencia a los monjes de la Abadía de Tamie (Saboya) el 29 de mayo de 1970.

      En nuestra época la asfixia espiritual del hombre se inscribe masivamente en la Historia. En la historia po­lítica es en donde se coloca la sed de absoluto de tan­tos seres que buscan el sentido de su vida en medio de la desinte­gración de la materia y la destrucción de lo que los rodea.
“Este mundo”, decía Isaac el Sirio, no el mundo de Dios sino la ilusión de los hombres, “este mundo es una expre­sión que engloba aquello que llamamos las pasiones”. Las “pa­siones” en el sentido ascético, son la desnaturalización de ese impulso de adoración que constituye la naturaleza profunda del hombre. Si ese impulso no encuentra en Dios su cumplimien­to, irá a devastar las realidades contingentes, idolatrándolas y odiándolas simultáneamente, pues espera de ellas la revelación de lo absoluto, que no pueden aportarle duraderamente (pues todo tiene sabor de absoluto, pero para ser salvado, no para salvar).

“Este mundo”, decía Isaac el Sirio, no el mundo de Dios sino la ilusión de los hombres, “este mundo es una expre­sión que engloba aquello que llamamos las pasiones”. Las “pa­siones” en el sentido ascético, son la desnaturalización de ese impulso de adoración que constituye la naturaleza profunda del hombre. Si ese impulso no encuentra en Dios su cumplimien­to, irá a devastar las realidades contingentes, idolatrándolas y odiándolas simultáneamente, pues espera de ellas la revelación de lo absoluto, que no pueden aportarle duraderamente (pues todo tiene sabor de absoluto, pero para ser salvado, no para salvar).

El hombre quiere esperarlo todo de una clase, de una nación, de una ideología, del arte, del amor humano. Quiere olvi­dar la nada que actualmente lo sumerge todo, ampliando su pri­sión por la voluntad de poder, por una ternura desesperada, las drogas, las técnicas de éxtasis. Se desplaza furiosamente en la in­manencia, cambiando de tierra prometida, terminando por gri­tar ¡Viva la muerte!, desdoblándose, disgregándose, en un jue­go fatal de espejos, hasta que surja, como en las novelas de Dostoievski, el alter ego diabólico, el “doble” luciferino. El hom­bre se convierte en “idólatra de sí mismo”, dice Andrés de Creta en su canon penitencial, y en el fondo de esta idolatría, está el odio de sí, la nostalgia del aniquilamiento, el vértigo hela­do del suicida. Es lo que Máximo el Confesor llama la philautia, principio y madre de todas las pasiones, que es, traduce Vla­dimir Lossky, ipseité luciferina, replegamiento del mundo y de los otros hacia sí, curvatura del mundo alrededor de sí, dila­tación de la propia finitud en la inmanencia, hasta que el odio y la muerte tengan la última palabra. Ciclos sin fin de deseo, o Eros ligado en parte con Thanatos. Impulso de ser que hace sur­gir la nada. Título banal de la crónica judiciaria: “La amaba de­masiado y la asesiné”.

La metanoia es la revolución copernicana por la que tomo conciencia de que el mundo gira, no ya alrededor mío y de la nada, sino de Dios-Amor, del Dios hecho hombre, que me pide y al mismo tiempo hace posible que “ame al prójimo como a mí mismo”. La metanoia me hace tomar conciencia de las ramificaciones del árbol de la na­da, en mi propia vida como en la historia íntegra de los hom­bres. No se trata de una culpabilización mórbida alrededor de una concepción fariséica del pecado, sino de una toma de con­ciencia de ese estado de separación, de “vida muerta”, de exacerbación de la nada, estado en el cual somos realmente “culpables por todo y por todos”.

Entonces comprendo lo que han sido, en todo su insospechado alcance, mis verdaderos pe­cados. Entonces también el arrepentimiento precede al pecado, un pecado que, probablemente, no será cometido materialmente jamás. Basta pensar en las palabras de Cristo cuando se le lleva a la mujer sor­prendida en flagrante delito de adulterio, a quien la ley ordena lapidar: “Que aquellos que jamás pecaron arrojen la primera pie­dra”. Y todos se alejaron. Cristo ha recordado simplemente la universalidad de ese estado de separación que se encontraba de algún modo concentrado en el destino de esa mujer. La metanoia desaloja a las potencias deífugas, el “doble” demoníaco, del “abismo” del corazón, obligando a los demonios a objetivarse haciéndolos exteriores y aplastándolos por la fuerza de Cristo vencedor de su “príncipe”, por la fuerza del principio triunfador sobre el infierno y la muerte.

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