Así describe la metanioa Olivier Clément en una conferencia a los monjes de la Abadía de Tamie (Saboya) el 29 de mayo de 1970.
En nuestra
época la asfixia espiritual del hombre se inscribe masivamente en la Historia.
En la historia política es en donde se coloca la sed de absoluto de tantos
seres que buscan el sentido de su vida en medio de la desintegración de la
materia y la destrucción de lo que los rodea.
“Este mundo”, decía Isaac el
Sirio, no el mundo de Dios sino la ilusión de los hombres, “este mundo es una
expresión que engloba aquello que llamamos las pasiones”. Las “pasiones” en
el sentido ascético, son la desnaturalización de ese impulso de adoración que
constituye la naturaleza profunda del hombre. Si ese impulso no encuentra en
Dios su cumplimiento, irá a devastar las realidades contingentes,
idolatrándolas y odiándolas simultáneamente, pues espera de ellas la revelación
de lo absoluto, que no pueden aportarle duraderamente (pues todo tiene sabor de
absoluto, pero para ser salvado, no para salvar).
“Este mundo”, decía Isaac el
Sirio, no el mundo de Dios sino la ilusión de los hombres, “este mundo es una
expresión que engloba aquello que llamamos las pasiones”. Las “pasiones” en
el sentido ascético, son la desnaturalización de ese impulso de adoración que
constituye la naturaleza profunda del hombre. Si ese impulso no encuentra en
Dios su cumplimiento, irá a devastar las realidades contingentes,
idolatrándolas y odiándolas simultáneamente, pues espera de ellas la revelación
de lo absoluto, que no pueden aportarle duraderamente (pues todo tiene sabor de
absoluto, pero para ser salvado, no para salvar).
El hombre quiere esperarlo todo
de una clase, de una nación, de una ideología, del arte, del amor humano.
Quiere olvidar la nada que actualmente lo sumerge todo, ampliando su prisión
por la voluntad de poder, por una ternura desesperada, las drogas, las técnicas
de éxtasis. Se desplaza furiosamente en la inmanencia, cambiando de tierra
prometida, terminando por gritar ¡Viva la muerte!, desdoblándose,
disgregándose, en un juego fatal de espejos, hasta que surja, como en las
novelas de Dostoievski, el alter ego diabólico, el “doble” luciferino. El
hombre se convierte en “idólatra de sí mismo”, dice Andrés de Creta en su
canon penitencial, y en el fondo de esta idolatría, está el odio de sí, la
nostalgia del aniquilamiento, el vértigo helado del suicida. Es lo que Máximo
el Confesor llama la philautia,
principio y madre de todas las pasiones, que es, traduce Vladimir Lossky,
ipseité luciferina, replegamiento del mundo y de los otros hacia sí, curvatura
del mundo alrededor de sí, dilatación de la propia finitud en la inmanencia,
hasta que el odio y la muerte tengan la última palabra. Ciclos sin fin de
deseo, o Eros ligado en parte con Thanatos. Impulso de ser que hace surgir la
nada. Título banal de la crónica judiciaria: “La amaba demasiado y la
asesiné”.
La metanoia es la revolución
copernicana por la que tomo conciencia de que el mundo gira, no ya alrededor
mío y de la nada, sino de Dios-Amor, del Dios hecho hombre, que me pide y al
mismo tiempo hace posible que “ame al prójimo como a mí mismo”. La metanoia me
hace tomar conciencia de las ramificaciones del árbol de la nada, en mi propia
vida como en la historia íntegra de los hombres. No se trata de una
culpabilización mórbida alrededor de una concepción fariséica del pecado, sino
de una toma de conciencia de ese estado de separación, de “vida muerta”, de
exacerbación de la nada, estado en el cual somos realmente “culpables por todo
y por todos”.
Entonces comprendo lo que han
sido, en todo su insospechado alcance, mis verdaderos pecados. Entonces
también el arrepentimiento precede al pecado, un pecado que, probablemente, no
será cometido materialmente jamás. Basta pensar en las palabras de Cristo
cuando se le lleva a la mujer sorprendida en flagrante delito de adulterio, a
quien la ley ordena lapidar: “Que aquellos que jamás pecaron arrojen la primera
piedra”. Y todos se alejaron. Cristo ha recordado simplemente la universalidad
de ese estado de separación que se encontraba de algún modo concentrado en el
destino de esa mujer. La metanoia desaloja a las potencias deífugas, el “doble”
demoníaco, del “abismo” del corazón, obligando a los demonios a objetivarse
haciéndolos exteriores y aplastándolos por la fuerza de Cristo vencedor de su
“príncipe”, por la fuerza del principio triunfador sobre el infierno y la muerte.
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