Saliendo
de Málaga, me paré entre aquellos naranjos y limoneros, cuya fragancia de olor
con gran suavidad conforta el corazón; y púseme a mirar y considerar la
excelencia de aquella población que así por la influencia del cielo, como por
el sitio de la tierra, excede a todas las de Europa. Y estando en esta
contemplación, vi venir hacia mí una cosa que parecía hombre sobre una mula
hablando entre sí a solas, con un movimiento de brazos, meneo de rostro y alteración de voz, como si fuera hablando con alguna docena de
caminantes. Volví la rienda a mi macho, picándole con toda la priesa posible,
antes que pudiese llegar a mí, porque le conocí la enfermedad; que para huir de
un hablador de estos querría tener, no solamente pies de galgo, sino alas de
paloma.
Que la
locuacidad, fuera de ser enfadosa y cansada,
descubre fácilmente la flaqueza del entendimiento, suena como vaso vacío de
substancia, y manifiesta la poca prudencia del sujeto, y tiene tan
buena gracia con las gentes, que jamás son creídos en cosas que digan, porque
aunque sea verdad, va tan derramada, ahogada y desconocida entre tantas
palabras, como el olor de una rosa entre muchas matas de ruda. Son estos
habladores como el helecho, que ni da flor ni fruta: son el raudal de un
molino, que a todos los deja sordos y siempre él
está corriendo. No hay toro suelto en el coso que tanto me haga huir como un palabrero
de estos, y en resolución no hay buen rato en ellos
sino cuando duermen.
Así me
sucedió en éste, que por mucha priesa que me di a huir, me alcanzó y saludó como
el verdugo por las espaldas, y apenas le
hube respondido, cuando me preguntó adónde iba, y de dónde
era. A lo primero le respondí, mas a lo segundo no me dio lugar a que le
respondiese, y prosiguiendo me dijo:
-Pregunto de dónde es vuesa merced porque
yo soy del reino de Murcia, aunque mis padres fueron montañeses, de un linaje
que llaman los Collados.
Este buen hombre, jugando de una y otra mano, y arqueando
las cejas, que tenía grandes, con dos rayas entre ellas profundas, ojos aunque
no pequeños, cerrados siempre que hablaba, como si con los ojos se oyera, y todo el rostro acabronado, quiero decir, libre, alto y
desvergonzado; dijo mil disparates, a que yo nunca estuve atento, porque le
conocí luego. Contó valentías suyas, a las cuales yo estuve tan atento, como a
todo lo demás, de suerte que nunca me dio lugar para responderle a lo que me había
preguntado, hasta que habiendo andado dos leguas, como de tanto hablar había
gastado la humedad del cerebro, labios y lengua, en
una venta que llaman del Pilarejo, pidió un jarro de agua, y en
comenzando a beber le respondí a su pregunta, diciendo:
-De Ronda.
Quitóse el jarro de la boca, y díjome:
-Huélgome, porque voy hacia
allá, de llevar tan buena compañía.
Tomó el jarro a la boca, y mientras
acabó de beber, le dije:
-Antes es la peor del mundo,
porque no hablaré palabra en todo el camino.
-¿Esa virtud del silencio, dijo, tiene
vuesa merced? Será prudente y estimado de
todo el mundo, que del poco hablar se conoce la prudencia de los sabios. Yo no
soy amigo de hablar: cuando dan tormento a alguno si no habla ni confiesa, lo
tienen por valeroso, por haber callado lo que le había de dañar. En un
banquete, los callados comen más y mejor que
los otros, y hablan menos, porque oveja que bala
bocado pierde, aunque yo no soy amigo de hablar. El sueño tan importante para
la salud y vida, ha de ser con silencio. Cuando uno
está escondido, como suele suceder, en casa ajena, por callar se salva, aunque
se le salga algún estornudo. Que el silencio es virtud sin trabajo, que no es
menester cansarse con libros para callar. El callado está notando lo que los otros
hablan, para echárselo después en cara. Yo no soy amigo de hablar.
Con estos disparates y otros tan
materiales, iba alabando el silencio, y cansándome a
mí y prosiguiendo con su inclinación, dijo: Yo
no soy amigo de hablar, sino por entretener en el camino a vuesa merced, que me
parece hombre principal, voy aliviando el cansancio. (...)
Con esto
pude disimular, y sufrir algún tanto la gotera y continuación
de este impertinente hablador, hasta que llegamos a una venta, donde fue
forzoso comer. En acabando yo me hice enfermo, por quedarme sin él, mas él
dijo:
-Juntos salimos de Málaga, juntos habernos
de llegar a Ronda.
Como yo
escoltándole callaba y él hablaba cuanto quería, le parecí bien para compañía.
Vime cansado, atajado y molido; porque aunque confieso de mí que sé usar de la
paciencia en muchas cosas, sé que no la tengo para oír hablar mucho y
prolijamente, y así me determiné a usar del remedio contra los habladores, que es hablar más que ellos.
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Vicente
Espinel, en Relaciones de la vida del
escudero Marcos de Obregón.
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