Difícilmente
puedo escribir un testimonio que esté a la altura de una persona que, sin
apenas haberla tratado personalmente, intuitivamente y sin datos precisos considero
un ejemplo de vida, un maestro y también un hombre de Dios. Por consiguiente,
lo que digo a continuación no tiene otro valor que contar, a vuelapluma y con sincera
espontaneidad, lo que el Prof. Don Leonardo Polo significa para mí. El mero
hecho de acceder a testimoniar sobre el Prof. Polo en estas pobres condiciones señala
la medida de mi admiración por su persona y su obra.
Conocí a Polo durante los años
1977 y 1978, cuando venía de paso al Colegio Mayor Montalbán y los residentes aprovechábamos
para tener un encuentro dialogado con él después de cenar. Una de las mejores
noticias que podía recibir en aquellos años era que ¡esta noche hay tertulia
con Don Leonardo! Yo no podía de ninguna forma perdérmela, porque desde la
primera en la que estuve, su presencia -para mí muy grave, pero desenfadada a
la vez- y la luz que encendían en mi interior sus palabras, tanto en
comprensión de los temas que se abordaban, como en entusiasmo, no era
comparable a nada, ni siquiera a las extraordinarias pláticas de Don José Benito en la capilla del Colegio. Además, las tertulias con él siempre
estaban salpicadas de carcajadas, sobre todo cuando iban llegando al final, y
para mí era impresionante ver a esa figura con tanta autoridad moral
desternillarse de risa. Ahora, pasados los años, estoy convencido de que él disfrutaba
tanto en esos encuentros con nosotros, no tanto por que por lo que contaba a unos
pelanas, sino por el mero hecho de estar con un grupo de jóvenes con el corazón
abierto a la Verdad, a la que él sirvió humildemente, pero como un coloso, toda
su vida. En encuentros académicos en los que más adelante coincidí con él como
ponente apreciaba que su rigor intelectual no se avenía bien con la admiración
que recibía por sus conquistas teóricas. Polo era un auténtico siervo de la
Verdad, con afición a “ocultarse y desaparecer”.
Después de este rastro que Polo dejó
en mí, durante mi carrera académica en el ámbito de la Filosofía del Derecho,
siempre que tuve ocasión, acudía a escucharle y, en la medida de lo posible, a
hacerle alguna pregunta si le pillaba entre una y otra conversación con la
gente, ya que en el ámbito académico Polo siempre ha sido una celebridad. Me
acuerdo que cuando estaba estudiando el tema de la autonomía moral individual
le asalté con una rápida pregunta sobre Kant por algún pasillo, y, volviéndose,
me dijo que la autonomía de Kant “era un churro”. En otra ocasión le pregunté
sobre alguna fuente consistente para conocer la filosofía analítica inglesa, en
la que andaba bastante perdido con sus alambicales razonamientos, y me dijo que
leyera a Anscombe: “esa sí que los conoce bien”. Desde entonces ya no me separé
de ella, aunque seguí tan alambicado como antes, pero con la seguridad de que ya
no estaba perdiendo el tiempo. Ja. Una vez le escribí una carta, por si podía
enviarme un escrito suyo no publicado, a la que recibí una muy amable
contestación con el escrito que le pedía. Disfruté mucho leyéndolo porque eran
unos apuntes de algún oyente de sus clases, corregidos con su letra minúscula, escrita
con pluma de trazo gordo.
Mi último encuentro fue, hace
pocos años, en el IESE de Madrid, donde tuve la suerte de almorzar con él y otros
comensales en la misma mesa. Me marché encantado de haber vuelto a coincidir con
mi “maestro a distancia”, ya que no tuve la suerte de ser, como se diría ahora,
alumno suyo “presencial”. En ese mismo encuentro me impresionó el abrazo que se
dio con Jacinto Choza, otro pensador que conozco y admiro, por su cercanía en
el trato y la envergadura teórica de sus escritos. Ese acto manifestó para mí
una amistad abismal, como pocas veces he visto o experimentado en mi vida.
Mi admiración por el Prof. Polo
se convierte en veneración si tengo que referirme a sus escritos. Debido a mi
especialidad, no me he dedicado full time
a penetrar en el núcleo de su pensamiento filosófico, un empeño que creo apto
sólo para quienes son filósofos de raza, ni tampoco ejercido su método de
abandono del límite mental, que para mí podría asemejarse a alcanzar un estado
místico. Pero sí le he dedicado tiempo a estudiar sus observaciones sobre
cuestiones que directamente afectan a mi disciplina, como por ejemplo el “derecho
fundamental a la vida”. Después de estudiar sus escritos sobre la vida, he
podido proponer su adecuada formulación como un “derecho fundamental del
viviente a su propio organismo”, lo cual echa por tierra todas las
argumentaciones que justifican un trato jurídico desigual del nasciturus según las etapas del
desarrollo desde que es concebido. O su calificación como “socialista con
tendencia individualista” de John Rawls, invirtiendo así la convicción de la
generalidad de la academia, que lo considera el referente actual del debate
liberal sobre la Justicia.
Fui a su funeral en Madrid, en el
oratorio Caballero de Gracia, para unirme a la oración por su alma y
encontrarme con mis amigos “polianos”, pero asistía convencido de que estaba en
un flipped context, usando la
denominación de la educación más avanzada, en el que era él quien intercedía
por nosotros, porque tengo una certeza interior de que falleció con un
pasaporte para el Paraíso. Por eso me referí al principio de este testimonio a
“lo que Polo significa para mí” en vez de “lo que significó”, porque este
hombre sigue presente en mi vida, no sólo a través de sus escritos, sino como
devoto suyo, en cuyas manos suelo poner mi comprensión de los textos crípticos
de los que a veces me tengo que ocupar, y que, por mucho los fatigue, no alcanzo a entender del todo bien.
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