viernes, 12 de julio de 2013

Comentario al libro de un amigo y el "déficit" de la philosophia perennis

La innovación educativa pendiente: formar personas. BARRIO, J.M., Erasmus Ediciones, Barcelona, 2013.

(Éste texto también se puede leer AQUÍ)

Después de leer el libro en cuatro o cinco tragos, y dejado pasar un “cooling period”, que es la denominación inglesa del periodo de prudente enfriamiento para decantar cualquier determinación, la impresión inicial es muy favorable en el aspecto de su redacción, su claridad expositiva, su recurso a fuentes relevantes, y por el tratamiento de los conceptos nucleares de una idea de educación, concebida como “conocer a las personas y ayudarlas a crecer” (p.15). En este sentido, sinceramente tengo que decir que he disfrutado durante la lectura, he refrescado viejas categorías y conceptos, y equilibrado su importancia, tanto en relación con una propuesta filosóficamente bien fundada del significado de educación, como en relación con los errores de quienes sostienen un significado torcido. Con una metáfora, podría decir que la lectura del libro ha sido como asistir a la interpretación de una pieza musical ya consagrada por la historia de la música, o volver a ver la película que marcó un cambio de época en el cine, y que el Prof. Barrio hubiese sido un gran intérprete o un gran cineasta, si hubieran sido éstos los ámbitos de su dedicación profesional.

Sin embargo, paralelamente al gozo que me ha proporcionado la lectura del libro, en lo profundo me late una cierta decepción, como si fuera una tentación a toda luz perversa, que no acabo de sofocar. Este sentimiento creo que se debe a que el trabajo adolece de la falta de originalidad que se espera de un pensador de la categoría de José María Barrio, como lo demuestran sus publicaciones y en sus reiteradas intervenciones en el foro académico. Ello se aprecia principalmente en la primera parte del libro, en el que sumariamente aborda el concepto de persona y su crecimiento a través de los hábitos, como fundamento antropológico de los desarrollos posteriores sobre los déficits del discurso pedagógico moderno, y sobre el diálogo significativo como la herramienta esencial del proceso educativo.

En esta fundamentación, nuestro autor recurre a las consabidas nociones que la filosofía tradicional ofrece en su indagación sobre el ser humano, como son el de “naturaleza”, o el de “segunda naturaleza” en función de un inacabamiento en dependencia de las operaciones del sujeto y de la adquisición de “hábitos”, con la consiguiente identidad sobrevenida del sujeto. Digo nociones consabidas, como lo muestra el hecho de que el propio autor suelta en su texto términos sin explicar, cuyo sentido supone que el lector ya conoce, como cuando dice que “la naturaleza primaria es hipóstasis e hipóstasis sustancial de la segunda” (p.27). Amparándose en las limitaciones del trabajo para ahondar en el concepto de persona, el Prof. Barrio asume la conocida definición de Boecio: rationalis naturae individua substantia, destacando en ella un centro ontológico subsistente, intrínsecamente indiviso, unido a su posibilidad de autotrascenderse, por su capacidad de abrirse al horizonte potencialmente irrestricto de lo otro. En el plano de la operación, estos dos polos, señala Barrio, son constitutivos de un “yo” capaz de entender y querer, esencialmente dotado para la intimidad y la extraversión. Se alude también a la conexión del alma y el cuerpo como unión “hilemórfica”, y, en base a lo que denomina “permeabilidad ontológica” del ser humano (p.36), se asume sin objeción el afán del pensamiento clásico de identificar al sujeto en co-actualidad con su dinamismo operativo, que está abierto a la totalidad de lo real bajo la doble formalidad de lo verdadero y de lo bueno. Así se trae la antigua idea de que el hombre es un microcosmos, pues debido a su naturaleza intelectual puede posesionarse de todo lo real como horizonte objetual, adquiriendo con ello forma sustancial como elemento ontológico radical por el cual la persona subsiste. Igualmente, la propuesta que se ofrece sobre la formación de hábitos, como la clave del crecimiento de la persona, no es más que una reiteración del planteamiento clásico.

Estoy convencido de que un pensador de la categoría de José María Barrio puede y debe aspirar a algo más que a divulgar o actuar de vocero de lo ya sabido, por muy arduo y exigente que ya sea este trabajo. Se espera de él un avance en la solución de problemas planteados por el pensamiento moderno, que revelan cierto agotamiento de las categorías clásicas. Pienso ahora en el de si es aceptable reducir el ser del hombre únicamente a la categoría de “sustancia”, para resolver después la cuestión de su identidad como “segunda naturaleza” al haz de relaciones que mantiene con el universo. Porque es evidente que la repetición que el hombre mantiene respecto al mundo, por la que se concibe como un microcosmos, ha de redundar por fuerza en su principio constitutivo. La repetición no puede ser solo relativa y simétrica con el universo, en cuanto la persona lo repite desde sí, y, en este sentido, la persona está fuera del mundo, se sale de él. Consecuentemente, su determinación esencial no puede entrar de lleno en la categoría de “sustancia”, pues ésta es indicativa de una principiación radical fija, propia de la estructura óntica del universo.

   Si el alma es en cierto modo todas las cosas, ese “cierto modo” indica que no hay confusión o unicidad entre hombre y cosas, sino que el ser del hombre tiene su propia prioridad, distinta del sentido físico de prioridad que domina el “ente”, que no alcanza a cubrir la riqueza del “ser personal”. Cabe decir que el universo es creado, y que la persona también es creada, pero no como parte del universo, sino como “segunda criatura”, y, por ello, más allá de su consideración como sustancia, la persona ha de pensarse en el orden del Origen, ya que su radicalidad no se consuma en su operar, en cuanto el mundo lo repite desde sí, como ya se ha dicho. Consecuentemente, en la persona el significado de “relación” ha de ser más profundo que el de “subsistencia” que es lo propio del orden sustancial. Lo contrario sería antropoformizar la naturaleza, haciendo depender el estatuto de lo real de la objetualidad pensada o querida, o declarar el naturalismo del antropos como ocurre con cualquier panteísmo causalista (1).

El fijismo en lo que se ha venido a denominar la “filosofía perenne” encuentra dificultades para afrontar algunos problemas, o para avanzar cuando se plantean otros nuevos, que suelen ser agudos en el terreno de la teoría de la educación. Ello se aprecia en cómo afronta Etienne Gilson, en su destacado libro El espíritu de la filosofía medieval (2), la acusación de incoherencia en la doctrina de San Bernardo sobre el amor. En esta doctrina se encuentran dos tendencias enfrentadas: la del amor “natural”, como tendencia de los seres creados a buscar su propio bien, y la del amor “extático”, que corta todos los vínculos que parecen unir el amor a las inclinaciones egoístas, según el precepto divino amarás a Dios sobre todas las cosas. En la Epistola de Caritate (1125) San Bernardo incurre en la incoherencia de juntar ambas tendencias en una pretendida visión unitaria de amor, al afirmar que nuestro amor “comienza necesariamente por nosotros mismos”, y que el fin de ese amor de sí mismo es entrar en la dicha de Dios, de entrar “como olvidándose de sí de manera maravillosa, y como separándose enteramente de sí” (p.388).

En su defensa, Gilson aduce que el amor “natural” no es un mandato de Dios, pero tampoco una falta, sino el resultado de la falta debida al pecado original: “porque nacemos de la concupiscencia de la carne es menester que nuestro amor, o nuestra codicia, pues es lo mismo, comience por la carne” (p.390). Gilson toma así la “naturaleza” del hombre en su estado histórico concreto, después de la caída, pero la caída, continúa diciendo, solo se mide en relación con la “gracia”, que también se incluye en la naturaleza, pues Dios creó al hombre en estado de gracia, y aun cuando el hombre la perdió, todavía puede recuperarla porque todavía guarda su forma, y aun en sus miserias sigue siendo etiam sic aeternitatis capax. Y, confusamente, añade: “sin duda, la grandeza del alma no es idéntica al alma, pero es como (¿?) su forma, (…) de modo que el alma es distinta de lo que hace su grandeza, pero, por otra parte, no puede perder su forma sin dejar de ser ella misma, de suerte que no se puede concebir que se la separe nunca” (p.391).

El pensamiento resbala cuando se hace depender la “naturaleza” del hombre de una contingencia histórica, si se alude a ella en el plano metafísico, y el golpe es rotundo al constatar el malabarismo con que Gilson maneja la “forma”, que es indicativa del sustrato por el cual el compuesto hilemórfico permanece siempre único e idéntico a sí mismo, prescindiendo de las particularidades exteriores. ¿Cómo es posible que el alma no pueda perder su forma sin dejar de ser ella misma, a la vez que la forma del alma, en tanto que conserva su grandeza, no sea idéntica al alma? Al decir que la grandeza es la forma del alma, a la vez la excluye si afirma que la grandeza del alma no es idéntica al alma, pues el alma no puede perder su forma sin dejar de ser ella misma, y por eso Gilson se ampara en el adverbio “como” para aludir a la forma que incluye la grandeza, como también podría haber dicho que “más o menos” es su forma, o que lo es “aproximadamente”.

Estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, en quien esencia y existencia se identifican. No hay más que un Dios y este Dios es el Ser, dice Gilson en otro lugar de su libro. Y si Dios es el Ser y el único Ser, todo lo que no es Dios no puede recibir la existencia sino de Él. Consecuentemente, producir el ser pura y simplemente es la acción propia del Ser mismo como consecuencia de un acto creador, que no solamente ha dado existencia al mundo, sino que la conserva en cada uno de los momentos sucesivos de su duración. El mundo se encuentra en una dependencia tal de su Creador que le afecta de contingencia hasta en la raíz de su ser.

Gilson prosigue su argumento en favor de San Bernardo reiterando que lo que permanece semejante a Dios, después del pecado, es la grandeza del alma, su “forma” (p.392). Lo desemejante es su encorvadura hacia la tierra, constitutiva de una esencia que es “falsa”, si se interpreta a sensu contrario su calificación de “verdadera esencia” del alma la que incluye su grandeza. Se repite el malabarismo en el uso de la noción de forma, pues si antes afirmó que el alma no puede perder su forma sin dejar de ser ella misma, y la forma del alma es su grandeza, se concluye no somos reales mientras no la lleguemos a alcanzar.

Gilson califica de sorprendente y admirable la semejanza que acompaña a la visión de Dios, con la que el alma se identifica, como si fuera una misma cosa ver a Dios y hacerse semejante a Él. Entre Dios y el hombre habría entonces una perfecta unión espiritual, mutua visión y amor recíproco. Entonces el alma conocerá a Dios como éste la conoce, le amará como Él la ama (p.393). No se entiende bien cómo un ser contingente, como es el hombre, pueda identificarse con un Dios que es principio y raíz de su ser remitiendo dicha identidad al nivel de la operación. Sin salirse del límite “sustancialista” que impregna su pensamiento, Gilson reitera más adelante que amar a Dios es “estar unido a él de voluntad, reproducir en sí la  ley divina, vivir como Dios”, y añade: “en una palabra: deificarse” (p.394). Éste término podría insinuar que la radicalidad de la persona desborda la radicalidad propia de la sustancia, y que su relación con Dios se resuelve en el orden de la principiación. Por eso el hombre se “deifica”, se relaciona con Dios al modo de una intensificación y perfeccionamiento de su acto de ser, por encima de su dinamismo operativo. Consecuentemente, el pecado se diría “original”, no por su emplazamiento temporal al comienzo de la historia, como sostiene Gilson, sino como resultado de una caída de su “entidad” relativa al Origen, es decir, relativa a la principiación radical de su ser en el estado inicial de gracia con que fue creado. Se podría decir que su distanciamiento de Dios no es “orográfico” sino “esencial”, en cuanto Dios es más radical en la persona que ella misma en su intimidad. Por consiguiente, la vuelta a su estado primigenio no es función de su dinamismo operativo sino el resultado de una transformación “tabórica”, se podría decir, cuyo  término, en cuanto está en el ámbito de la donación del ser, no lo puede por ella misma alcanzar.

Las reflexiones que se han hecho hasta aquí, en relación con el libro del Prof. Barrio, me llevan a afirmar nego maiorem en relación con presupuesto básico en que se  inspira, como es el concepto “sustancialista” de persona. De ello no se sigue ergo nego consequentiam, ya que considero válidos los desarrollos derivados un saber ya consolidado y justamente calificado como “perenne”, pero que están a la espera de recibir un enriquecimiento derivado de la profundización en dicho concepto nuclear en la antropología filosófica.

Este tipo de cuestiones, capaces de avivar el potencial de la mente, y entusiasmar a los aficionados, son las que desearía encontrar en los escritos e intervenciones de mi amigo José María, a quien leo entretenido y muy a gusto, pero con la nostalgia de saber que no voy a encontrar sino una reiteración, con añadidos y ornamentos, de lo ya sabido. Estoy convencido de que un pensador de raza como es él podría conquistar horizontes que aún están sin explorar, y por ello le animo a que deje el regazo de su maestro y se encarame a sus hombros, aun con el riesgo de caer, para ver lo que él no vio, y que asuma su parte en la responsabilidad de desvelar la verdad, aunque sea solo la suya.
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(1) POLO, L.: “La coexistencia del hombre”. Conferencia de L. Polo en las XXV Reuniones filosóficas, Pamplona (1988). http://www.leonardopolo.net/textos/coexis.htm
(2) GILSON, E.: El espíritu de la filosofía medieval. Rialp, Madrid, 1981.

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