El Oriente bizantino
designó con el término de “oración de Jesús” toda la invocación centrada en el
nombre mismo del Salvador. Esta invocación revistió formas diversas, en las que
el nombre era empleado solo o inserto en fórmulas más o menos desarrolladas.
Corresponde a cada uno determinar “su” propia forma de invocación del nombre.
Una cristalización se operó en Oriente de la fórmula: “Señor Jesucristo, Hijo
de Dios, ten piedad de mí, pecador”, pero esta fórmula no ha sido, ni es la única.
En el sentido bizantino, es auténticamente “oración de Jesús” toda invocación
repetida en la que el nombre de Jesús constituye el corazón y la fuerza. Se
puede decir, por ejemplo: “Jesucristo” o “Señor Jesús”. La fórmula más antigua,
la más simple y la más fácil es la palabra “Jesús” empleada sola.
Ese modo de oración puede ser
pronunciado o solamente pensado. Se
encuentra, por consiguiente en el límite entre la oración vocal y la mental, y
también entre la oración meditativa y la oración contemplativa. Puede ser
practicada en todo tiempo, en todo lugar, iglesia, habitación, calle,
escritorio, taller, etc. Se puede repetir el nombre mientras se camina. Los
principiantes harán sin embargo bien en sujetarse a una cierta regularidad en
esta práctica, elegir las horas fijas y lugares solitarios. Ese entrenamiento
sistemático no excluye por otra parte el uso paralelo y enteramente libre de la
invocación del nombre.
Antes de pronunciar el nombre de
Jesús, es necesario intentar colocarse a sí mismo en estado de paz y
recogimiento, luego implorar la ayuda del Espíritu Santo, único medio de poder “decir
que Jesús es el Señor” (I. Cor. 12, 3). Todo otro preliminar es superfluo. Del
mismo modo que, para nadar es necesario arrojarse al agua, así es necesario, de
un solo golpe, arrojarse en el nombre de
Jesús. Habiendo sido pronunciado ese nombre una primera vez con adoración
amante, resta sólo dedicarse a ello, ligarse, repetirlo lentamente, dulcemente,
tranquilamente. Sería un error querer “forzar” esta oración, inflar
interiormente la voz, buscar la intensidad y la emoción.
Cuando Dios se manifestó al profeta
Elías, no fue ni en la tempestad, ni en el temblor de la tierra, ni en el
fuego, sino más bien en el calmo murmullo en que sucedió (I. Reyes, 19). Se
trata de concentrar poco a poco todo nuestro ser alrededor del nombre y dejar que éste, como una mancha de aceite,
penetre e impregne silenciosamente nuestra alma. En el acto de invocación
del nombre, no es necesario repetir este último de manera continua. El nombre
pronunciado puede “prolongarse” en los minutos de reposo, de silencio, de
atención puramente interior: tal como un pájaro alterna el batido de alas y el
vuelo planeando. Toda tensión, toda prisa, deben ser evitadas. Si sobreviene la
fatiga, es necesario interrumpir la invocación y retomarla simplemente cuando
uno se siente dispuesto. El fin a alcanzar es, no una repetición literal
constante sino una especie de latencia y de aquiescencia del nombre de Jesús en
nuestro corazón, y que se rechace
toda sensualidad espiritual, toda búsqueda de la emoción: “Duermo, pero mi corazón
vela” (Cant. 5,2).
Sin duda es natural que esperemos
obtener resultados de algún modo tangibles, que queramos al menos tocar la
franja de la vestimenta del Salvador y no dejarlo ir hasta que nos haya
bendecido; pero no pensemos que una hora en la que hayamos invocado el nombre
sin “sentir” nada, permaneciendo aparentemente fríos y secos, haya sido una
hora perdida e infecunda. Esa invocación que pensamos que ha sido estéril, será
por el contrario muy aceptable para Dios, porque es químicamente pura; se
puede decir así, puesto que está despojada de toda preocupación de delicias
espirituales y reducida a una ofrenda de la voluntad desnuda. Por otra parte,
en su graciosa misericordia, el Salvador envuelve a menudo su nombre con una
atmósfera de alegría, de calor y de luz: “Tu nombre es un perfume expandido...
Atráeme” (Cant. 1, 3-4).
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(*) Un monje de la Iglesia de Oriente: La oración del corazón, ed. Lumen, Buenos Aires, 1981, pp.71-72.
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