sábado, 13 de julio de 2013

La oración de Jesús*


    El Oriente bizantino designó con el término de “oración de Jesús” toda la invocación centrada en el nombre mismo del Salvador. Esta invocación revistió formas diversas, en las que el nombre era empleado solo o inserto en fórmulas más o menos desarrolladas. Corresponde a cada uno determinar “su” propia forma de invocación del nombre. Una cristalización se operó en Oriente de la fórmula: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”, pero esta fórmula no ha sido, ni es la única. En el sentido bizantino, es auténticamente “oración de Jesús” toda invocación repetida en la que el nombre de Jesús constituye el corazón y la fuerza. Se puede decir, por ejemplo: “Jesucristo” o “Señor Jesús”. La fórmula más antigua, la más simple y la más fácil es la palabra “Jesús” empleada sola.

            Ese modo de oración puede ser pronunciado o solamente pensado. Se encuentra, por consiguiente en el límite entre la oración vocal y la mental, y también entre la oración meditativa y la oración contemplativa. Puede ser practicada en todo tiempo, en todo lugar, iglesia, habitación, calle, escritorio, taller, etc. Se puede repetir el nombre mientras se camina. Los principiantes harán sin embargo bien en sujetarse a una cierta regularidad en esta práctica, elegir las horas fijas y lugares solitarios. Ese entrenamiento sistemático no excluye por otra parte el uso paralelo y enteramente libre de la invocación del nombre.

            Antes de pronunciar el nombre de Jesús, es necesario inten­tar colocarse a sí mismo en estado de paz y recogimiento, luego implorar la ayuda del Espíritu Santo, único medio de poder “decir que Jesús es el Señor” (I. Cor. 12, 3). Todo otro prelimi­nar es superfluo. Del mismo modo que, para nadar es necesario arrojarse al agua, así es necesario, de un solo golpe, arrojarse en el nombre de Jesús. Habiendo sido pronunciado ese nombre una primera vez con adoración amante, resta sólo dedicarse a ello, ligarse, repetirlo lentamente, dulcemente, tranquilamente. Sería un error querer “forzar” esta oración, inflar interiormente la voz, buscar la intensidad y la emoción.

            Cuando Dios se manifes­tó al profeta Elías, no fue ni en la tempestad, ni en el temblor de la tierra, ni en el fuego, sino más bien en el calmo murmullo en que sucedió (I. Reyes, 19). Se trata de concentrar poco a po­co todo nuestro ser alrededor del nombre y dejar que éste, co­mo una mancha de aceite, penetre e impregne silenciosamente nuestra alma. En el acto de invocación del nombre, no es nece­sario repetir este último de manera continua. El nombre pro­nunciado puede “prolongarse” en los minutos de reposo, de si­lencio, de atención puramente interior: tal como un pájaro al­terna el batido de alas y el vuelo planeando. Toda tensión, toda prisa, deben ser evitadas. Si sobreviene la fatiga, es necesario in­terrumpir la invocación y retomarla simplemente cuando uno se siente dispuesto. El fin a alcanzar es, no una repetición literal constante sino una especie de latencia y de aquiescencia del nombre de Jesús en nuestro corazón, y que se rechace toda sensualidad espiritual, toda búsqueda de la emoción: “Duermo, pero mi cora­zón vela” (Cant. 5,2).


            Sin duda es natural que es­peremos obtener resultados de algún modo tangibles, que quera­mos al menos tocar la franja de la vestimenta del Salvador y no dejarlo ir hasta que nos haya bendecido; pero no pensemos que una hora en la que hayamos invocado el nombre sin “sentir” na­da, permaneciendo aparentemente fríos y secos, haya sido una hora perdida e infecunda. Esa invocación que pensamos que ha sido estéril, será por el contrario muy aceptable para Dios, por­que es químicamente pura; se puede decir así, puesto que es­tá despojada de toda preocupación de delicias espirituales y re­ducida a una ofrenda de la voluntad desnuda. Por otra parte, en su graciosa misericordia, el Salvador envuelve a menudo su nom­bre con una atmósfera de alegría, de calor y de luz: “Tu nombre es un perfume expandido... Atráeme” (Cant. 1, 3-4).
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(*) Un monje de la Iglesia de Oriente: La oración del corazón, ed. Lumen, Buenos Aires, 1981, pp.71-72.

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